De entre las docenas de videoconferencias a las que asistí durante el confinamiento hubo una que me puso a pensar en reiteradas ocasiones. Este encuentro virtual llevaba por título " Judiciliciación de las relaciones escolares", lo promovía la editorial argentina Noveduc con la participación de los autores que conversaban alrededor del pensamiento de Philippe Meirieu, de la conversión de la educación en una mercancía y en las escuelas en mecanismos de control.
Me sorprendieron las dos complejas palabras que repetían incesantemente: securitización y judiciliciación. En aquel momento estábamos confinados y pensábamos en la vuelta en septiembre. Ahora vuelvo a repetirlas más de lo que desearía. Desde mediados de agosto estamos en el infierno de la imaginación colectiva. Los docentes inmersos en procesos de securitización. La sociedad en general, las familias en particular, en los de judiciliciación de los centros educativos. Tertulias, columnas de opinión, las redes sociales están que arden con comentarios que nos remiten a esas dos palabras.
Llegaremos a un punto que no podremos sostener la escuela. Los docentes no podremos hacer nuestra labor y la sociedad dejará de confiar definitivamente en la institución. Por el medio, bien intentando hacer justicia o a modo de paños calientes, algunas voces nos calificarán de héroes. No somos ni héroes ni villanos. Somos profesionales que estamos dejando más de lo que deberíamos por el qué dirán, para evitar la denuncia o para no salir nos medios. Algunos lo hacen mejor y otros peor. Igual que las familias. Igual que cualquiera. Pero por mucho que llamen la atención los casos negativos, la mayor parte estamos dando lo mejor de nosotros.
Lo que es lamentable es que todos estemos buscando lo mismo: a los culpables de la situación. Unos acusan a la administración, otros a los maestros, otros a las familias, a los servicios municipales, a las empresas… Así no vamos a ningún lado. Preciso más, así la escuela pública no va a ninguna parte, porque la privada está calllada o vendiendo la organización, higiene, medidas, precauciones y atención al cliente.
Las escuelas están suministrándose como si fueran a entrar en una guerra bacteriológica el día 10 de septiembre. Mamparas, distancias, líquidos y nuevas normas. Sumado a eso todo lo derivado de lo que nosotras asimilamos a securitización. En otras palabras, lo que denominamos "rizar el rizo". Normas e imposiciones absurdas que solo tendrán cabida en los centros educativos: plastificar, cubicar, maniatar, eliminar, limitar, atrofiar… son algunas de las acciones en las que se concretan. En la mayor parte de los espacios públicos es suficiente con cumplir con las condiciones de higienizar las manos, respetar las distancias y los aforos. En la escuela lo estamos complejizando tanto que no sé si merecerá la pena venir a ella. Seguramente no quedará tiempo para desarrollar su función primordial.
Las familias se dividen entre los que están judicializándola y los que ya decidieron no confiar en ella, entre los que están preocupados y los que ya están determinados. No quiero caer en los tópicos de que hay mucha fiscalización de las actuaciones escolares y mucha relajación con otros espacios/personas/tiempos en los que delegan la responsabilidad del cuidado de los hijos o hijas. Pero tampoco puedo entender tanta desconfianza, excepto porque mucha de ella está siendo provocada desde dentro. Las críticas, las reivindicaciones o la desacertada elección del momento para reclamar, no favorecen la imagen que la sociedad se está forjando sobre la situación. Hay padres que están pensando que mandan los hijos para un Chernobil desolado, desasistido y arrasado.
Nos estamos jugando mucho más de lo que parece. De este punto de inflexión la escuela pública puede salir fortalecida o herida mortalmente. Depende de todos, fundamentalmente de docentes y familias.
Los maestros deberíamos entender que incorporar unas rutinas, cambiar otras o la distribución espacial/temporal no puede hacernos olvidar el nucleo de nuestra labor: acoger al alumnado, acariciarlo con palabras, curar las heridas del confinamiento, enseñarlos a vivir en un nuevo escenario, mostrarle aquello que les pueda ser verdaderamente útil en las próximas crisis que ya profetizan. Ayudarlos a ser personas, ciudadanos, individuos, miembros de una sociedad. Y cómo no, abordar contenidos que les ayuden a entender el mundo y lo que en él sucede. Todo eso, evitando que los niños y las niñas piensen que su libertad está mermada. He aquí la piedra de toque, el verdadero reto: hacerlos libres aún con todas la limitaciones que se están imponiendo.
Las familias, deberían dejar a los profesionales educativos hacer su trabajo. Confiar en que nadie tiene ganas de contagiarse. Y sobre todo, deben demandar de los docentes que cumplan con su función educativa en el más extenso sentido. En lugar de consumir o participar en tertulias apocalípticas deberían conversar con los hijos y enseñarles a ser vecinos, compañeros, familiares y habitantes de un mundo complejo.
No creo que sea mucho pedir que la familia y la escuela sigan siendo los dos primeros agentes educativos. Más en los tiempos que corren.
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