martes, 15 de enero de 2019

ARTÍCULO






José R. Alonso publicó:"Mi abuelo, ferroviario, fue detenido al comienzo de la guerra civil. A casa, por caminos extraños llegaron tres cartas suyas desde la cárcel. La tercera, él no sabe que iba a ser la última. No se despide como otros. Está sereno, habla del tiempo como si v"
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Entrada nueva en Neurociencia

La mensajera

por José R. Alonso
Mi abuelo, ferroviario, fue detenido al comienzo de la guerra civil. A casa, por caminos extraños llegaron tres cartas suyas desde la cárcel. La tercera, él no sabe que iba a ser la última. No se despide como otros. Está sereno, habla del tiempo como si viviera en otro planeta y no en la misma ciudad donde está su familia, pide tabaco cuando nunca ha fumado, quizá para dárselo a otra persona, para usarlo como moneda de cambio o porque ha cambiado tanto que sus costumbres ya son otras. En esa tercera carta nos recuerda tareas en la casa antes de que se eche encima el invierno, pero ésa es la única mención a algo que se parezca a un futuro. Y, sin embargo, entre aquellas líneas llenas de banalidades y cotidianidad, nos dice algo sorprendente: que nos manda una mensajera. Toda mi vida he pensado estas palabras. Desde que las leí, jamás las he podido olvidar ni quizá comprender. La cárcel era un mundo masculino, los propios presos se encargaban de la comida, de la limpieza, si es que aquello se podía llamar comida o limpieza. ¿A quién se referiría? ¿Qué mensaje nos querría hacer llegar?
Los compañeros ferroviarios nos siguieron ayudando hasta que, bastantes años más tarde, mi padre y mi tío se pusieron a trabajar. Al principio lo hacían a escondidas, enviando a sus mujeres a nuestra casa con comida, ropa nueva, algo de dinero... Luego venían ellos, se sentaban en la cocina, mi madre les ponía un chato de vino y recordaban el día de la lotería, un famoso arreglo de una aguja de cambio de vía que mi abuelo reparó usando la cabeza y no la fuerza, los cambios en la empresa con la creación de RENFE a la que fueron adscritos todos ellos, y los cotilleos del taller. Mi abuela rejuvenecía con aquellas visitas del domingo por la mañana. Ni uno solo falló en cumplir el compromiso pactado: no vivimos peor que las familias de cualquiera de ellos. Se enfrentaron a mi tío cuando quiso dejar de estudiar. Le dijeron que su padre no lo habría consentido y tampoco lo habría permitido con sus hijos, así que tampoco ellos lo iban a admitir. Eran hombres recios, con manos como palas y las uñas siempre ribeteadas de negro. Trabajaban en los tornos, en hojalatería, con las bogias; solo uno, Paco, estaba en el ambiente mucho más limpio de la guarnicionería. Mi tío siguió estudiando.
A los dos meses de su ejecución en octubre, en aquel terrible diciembre de 1936, sucedió algo insólito: mi abuela vino con una niña desconocida a casa. Tendría unos tres años. Le habían puesto un vendaje alrededor de la cabeza y alguien, con un pintalabios, le había dibujado una cruz roja en medio de la frente. Cuando mi abuela le quitó la venda, no tenía ninguna herida debajo, nada. Parecía una niña que hubiese estado jugando a las enfermeras pero sus ojos mostraban con claridad que no venía de ningún juego. Mi abuela dijo que la había encontrado sola, andando desorientada entre los puestos cerrados del Mercado del Campillo. En el bolsillo llevaba una fotografía de una mujer joven con un bebé, quizá fuese ella con su madre. La abuela había estado dando vueltas con ella durante horas, buscando a sus padres, a alguien que la hubiera perdido, a quien fuera que supiera algo de ella. No eran tiempos de contestar preguntas y la gente apenas se paraba para oír aquella súplica de ayuda y continuaba su camino andando con rapidez entre la niebla. Abrumada, asustada y viendo que oscurecía, mi abuela la llevó a casa. Mi bisabuela y mis tías, las hermanas de mi padre, llevaban horas esperando, sin comer, aterrorizadas, sin saber qué habría pasado ni qué debían hacer. Miraban a la niña esperando algún prodigio, o que confesara venir de otro planeta, la miraban de hecho como si jamás hubieran visto a una niña. Ninguna se planteó llevarla a la policía. La bisabuela Milagros se negó en redondo pues sabía lo que pasaba con aquellos que eran abandonados o aparecían perdidos: la enviarían a la inclusa y en aquellos años de hambre y tuberculosis, la mortandad entre los huérfanos era demasiado alta. Aquella pequeñita se quedó a vivir en la casa de Niña Guapa y muchos años después se casó con mi padre, es mi madre. Mi abuela siempre pensó que ella era la mensajera que nos había anunciado aquella carta escrita a lápiz por el abuelo, pero nunca supo cuál sería el mensaje que nos traía ni por qué había llegado esa niña hasta nosotros. Le ha estado interrogando, sin éxito, durante décadas. Los demás sonreímos cuando lo hace y mi madre también se lo toma ya a broma. Ella niega ser la mensajera y llevar ningún mensaje. Mi abuela probablemente le salvó la vida: hacer hueco en una economía en quiebra para una boca más, preocuparse de que estudiara, sacar a todos adelante con esa fuerza interior que solo muestran las viudas. Pero mi abuela también dice que aquella niña le salvó a ella, le hizo sentir que la conectaba con el abuelo, con la bondad, le hizo ver que no eran tan pobres si podían ayudar a otros y recuperar, de alguna manera extraña y confusa, la dignidad. Así que en mi familia nunca se ha sabido con certeza quién era la mensajera o qué mensaje nos traía pero creo que en todas las historias, en las más hermosas, desde hace milenios el mensaje siempre ha sido ése, el mismo, el más importante: la llegada de un niño.
José R. Alonso | 06/01/2019 en 6:08 pm | Categorías: Uncategorized | URL: https://wp.me/p99pSm-1m6X
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