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Cuaderno de campo |
Este texto es parte (el cap. 9) del Tercer Informe sobre la
"El futuro ya está aquí, sólo que desigualmente distribuido todavía" Esta greguería de William Gibson, de origen verbal y traducción libre, resume mejor que nada el núcleo del problema de la desigualdad digital. El futuro, por su esencia, comienza siempre así, mal repartido, y si alguna vez lo hace de otro modo, salvo que se trate del improbable maná, es más probable que sea un retorno al pasado.
Cuando, a finales de la década de los noventa, y tras algún aviso pionero sobre un futuro de inforricos e infopobres (Haywood, 1995), la NTIA (1999, 2000) hizo sonar la alarma sobre la brecha digital, el miedo era que una tecnología entonces tan costosa como prometedora, crease una nueva fractura social o simplemente ahondase las ya existentes, con amplias consecuencias para todo lo que gira en torno a la información y la comunicación, en particular la educación, la cualificación del trabajo, la participación política y el acceso a la cultura. Por entonces el problema no parecía tener mucho secreto: dispositivos como los ordenadores de última generación o los móviles y servicios como el acceso a la internet desde los hogares eran caros, solo al alcance de unos pocos, de manera que la brecha se presentaba en el acceso mismo.
Pero pronto vino una primera sorpresa al hacerse patente que el problema no era tan sencillo, en todo caso no una nueva variante de la posesión o no de unos nuevos medios de producción, en este caso informacionales. Marvin Minsky ya había señalado que, mejor que distinguir entre havesy have-nots (Wresch, 1996), quizá fuera hacerlo entre haves y have-laters (Kelly, 2010: 305). La primera sorpresa, aunque quizá no debiera haberlo sido tanto, fue la rápida expansión de las tecnologías digitales, desde el ordenador de mesa al teléfono inteligente y desde el acceso analógico y por línea de cobre a la internet hasta la fibra óptica, el ADSL, las redes inalámbricas y los datos en movilidad. Estas tecnologías han llegado o están llegando a niveles de generalización y de saturación en plazos mucho más reducidos que cualesquiera tecnologías anteriores y, ante todo, que cualesquiera tecnologías comunicacionales: piénsese, simplemente, en los decenios les costó hacerlo al teléfono, la radio o la televisión, los siglos de la escuela o los milenios de la lectoescritura. En seguida se vio que los precios descendían rápidamente y lo harían aún más: la ley de Moore no solo se aplica al tamaño de los microchips sino también, y lo hará por más tiempo, a su precio. A día de hoy, y esto apenas empieza, el resultado es que en los países ricos persisten, sin ningún género de duda, notables y complejas desigualdades, incluso importantes restos de exclusión, pero términos como brecha, fractura o divisoria, con su sentido dicotómico (entre tener y no tener nada), sus connotaciones implícitas sobre las proporciones (una mitad o una minoría que tiene y otra mitad o una mayoría que no) y su fatalismo intrínseco (las brechas se abren, y se abren más, raramente se cierran y suelen ser insalvables), no responden a la realidad y ocultan más de lo que desvelan.
La segunda sorpresa, que tampoco debiera haberlo sido tanto, es que junto a la brecha (primaria, o de primer orden) o desigualdad en el acceso, existe también la brecha (secundaria, o de segundo nivel) o desigualdad en el uso. De hecho, fue el cierre progresivo de la primera lo que, como poco, dejó al descubierto y, probablemente, contribuyó también a la segunda. Por ejemplo, cuando las encuestas sobre tiempo de acceso a la internet o de uso de las redes sociales virtuales mostró en las minorías étnicas en desventaja el mismo o mayor que en la minoría privilegiada, o cuando algunos primeros análisis comparando tiempo de acceso a la red y resultados académicos de los alumnos mostraron una asociación negativa. La sorpresa, la mala noticia, fue que las posibilidades de uso de los medios digitales se distribuyen entre dos extremos muy alejados, desde la utopía del acceso a toda la información, el aprendizaje ubicuo, el trabajo en casa, la democracia digital, etc. hasta la distopía del consumo sin fin de entretenimiento precocinado, banal y alienante novelada por Huxley o anunciada por Postman.
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